jueves, 8 de septiembre de 2011

La piel que habito

Nota: en esta crítica no hay spoilers.

En La piel que habito se produce algo sorprendente: se trata de uno de los pocos casos en los que una película le falta metraje, cuando lo normal suele ser lo contrario. En ella se producen una serie de procesos, de transformaciones, una evolución en la psicología de los personajes, que requerirían de un mayor detenimiento, no tanto para que el espectador los comprenda, sino para que los sienta y se vuelvan, por tanto, verosímiles e interesantes. Por ejemplo, la película debería haber tenido un tramo voyeurista importante y, sin embargo, sólo se nos ofrece una breve escena incapaz de rendir cuentas de la obsesión del protagonista. Este desarrollo también habría hecho más creíble —o menos relevante el hecho de su posibilidad, más una licencia artística— el hecho central de la película que, salvo por una capacidad notable de suspender la incredulidad (probablemente vinculada con una simpatía a priori por la obra de Almodóvar), bordea lo ridículo: basta con atender a su relato por parte de la protagonista al final de la película a otro personaje: no se sostiene y suena a chiste, cuando el momento debería ser de patetismo y anagnórisis.

La puesta en escena es buena: Almodóvar sabe hacer cine. La historia presenta, como no, ideas notables. Pero cuando una obra de arte queda mejor explicada en sus intenciones que exhibida ella misma, malo, y eso es lo que ocurre con La piel que habito (como ya ocurría, por ejemplo, con La mala educación): que aparecen ideas, relaciones interesantes cuando uno se para a pensar sobre ella después, pero no mientras se está viendo: los elementos están ahí pero apresurados (y no se trata de que estén tan sólo sugeridos, según exigencias de la modernidad, para que el espectador haga el trabajo). O sea, que, aun siendo mejor película que la farragosa Los abrazos rotos, también es un trabajo fallido de Almodóvar.