lunes, 11 de agosto de 2014

Un concierto sublime y una anécdota ordinaria

Foto: Jeu D'Harmonie
El otro día fuimos a un concierto de polifonía renacentista en El Salvador. Lo interpretaba Jeu d’Harmonie, un grupo excelente que luego supimos que era de Sevilla y en el que participa nuestra amiga  Estefa (fue gracias a su anuncio en Facebook como nos enteramos). Reprodujeron lo que podría haber sido, desde el punto de vista musical, una misa en la Roma del siglo XVI, todo con obras de Victoria: su misa para la Asunción, y luego motetes relacionados y las partes gregorianas correspondientes. Habría sido perfecto (por la música, el lugar, la interpretación) de no ser por el público. Escaso al principio, luego la iglesia se llenó algo más (no mucho, pero bastante para ser un caluroso sábado de agosto). Fue increíble. Entraba y salía gente, las mujeres sacudían los abanicos con furor y casi con deliberación y, lo peor, demasiadas personas cuchicheaban de continuo. Especialmente una ordinaria, morena de piel y rubia de bote, recauchutada, con un vestido rojo corto, acompañada del chulo de su marido. Llegaron tarde y ella comenzó a abanicarse como si de ello dependiera el suministro eléctrico de la ciudad; y hablaba con su marido; y miraban el móvil. Yo los miraba continuamente a ver si establecíamos contacto visual. Al final lo hicimos, y yo me llevé el dedo a los labios. El marido me hizo un gesto desafiante como de que qué decía, y yo repetí la petición de silencio. Tras un rato reincidieron, pero ya no volví a mirar. Entre otras cosas porque, por culpa de este incidente, me estaba perdiendo el concierto. Pero a partir de entonces, no pude evitar pensar si a la salida el marido vendría a encararse conmigo y qué le diría yo. Me imaginé replicando muy tranquilo y razonable. También pensé que allí había amigos suficientes como para hacerle frente si se ponía a violento. Luego pensé que también, sencillamente, se podía llamar a la policía. “Agente, yo solo le indiqué con educación que guardara silencio”. Por supuesto, al final del concierto, el hombre no vino. Al salir de la iglesia, bastante después, tras haber estado saludando a Estefa y otros conocidos, los vi bajar, amarraditos los dos, ufanos y ordinarios, ella con sus muslos blandos y quemados temblando al viento y un tintineo de bisutería, él altivo ganadero propietario, por la cuesta del Chapiz, camino del paseo de los Tristes.

martes, 5 de agosto de 2014

La estupidez recurrente del nacionalismo

Hay por ahí una frase tópica, como de pintada callejera, que dice que el fascismo se cura leyendo y el nacionalismo viajando. No es cierta, claro, porque el problema de fondo, la idiotez, no se cura tan fácilmente. De todas formas, leer, si no curativo, al menos resulta ilustrativo (al igual que viajar), para alguien desprejuiciado, sobre la pervivencia de la peste del nacionalismo.

Leo en el excelente ensayo de Margarte MacMillan 1914. De la paz a la guerra (Madrid, Turner, 2013) los problemas que conllevaba el auge del nacionalismo en el Imperio austrohúngaro en las décadas previas a la I Guerra Mundial. Conforme avanzaba en la lectura, no daba crédito: exactamente (pero exactamente), las mismas miserias y estupideces que padecemos los ciudadanos de la España de hoy a costa de los nacionalistas. Cito a MacMillan por extenso a continuación.

Para empezar, aparece la idea de aprovecharse de los momentos de debilidad del Estado en lugar de contribuir a su recuperación y fortalecimiento:

La aristocracia húngara y los nobles de menor rango que dominaban la sociedad y la política tenían un elevado concepto de su idioma [...] su historia y su cultura [...]. [E]n 1867 aprovecharon la aplastante derrota sufrida por el imperio austriaco a manos de Prusia para negociar un nuevo acuerdo con el emperador, el famoso compromiso (p. 285).

Desde ese momento, la eficacia en el gobierno se ve mermada por cuestiones formales. Por ejemplo, las delegaciones se reunían para los acuerdos necesarios "pero, a insistencia de los húngaros, solo se comunicaban por escrito, para no dar la impresión de un gobierno compartido. [...] Las cuestiones financieras y comerciales se renegociaban cada diez años, y por lo general daban lugar a dificultades." (p. 285)

El "Compromiso", que daba carta de  naturaleza a la autonomía húngara dentro del imperio, desató el despilfarro chauvinista:

En un principio los húngaros estuvieron encantados con el compromiso [luego, claro, querrían más], y hasta iniciaron la construcción de un nuevo edificio en Budapest para el parlamento. "No se precisa de cautela, cálculo ni ahorro", le dijo el primer ministro húngaro a su arquitecto, que se lo tomó a pies juntillas. En el momento de su terminación, el edificio del parlamento húngaro, [...] en cuya decoración se emplearon cuarenta kilos de oro, fue el mayor del mundo (p. 286).

Pero lo que ocurría dentro era igual de desmesurado, según refiere MacMillan: "La política era el deporte nacional, y los húngaros jugaban para ganar, empleando entre ellos una retórica hiriente [...] Cuando esto empezaba a aburrirles, la emprendían contra Viena." (p. 286).  Bastaría cambiar "Viena" por "Madrid".

El ejército multinacional del Imperio austrohúngaro tenía una organización racional, razonable y eficaz

en que el tema de los idiomas se abordaba con sensatez: los soldados debían conocer las voces de mando y la terminología técnica básica en alemán, pero se les ubicaba en regimientos de soldados que hablaran el mismo idioma; por su parte, los oficiales debían aprender el idioma de los soldados a su mando. Se dice que durante la guerra un regimiento descubrió que el inglés era la lengua más común y decidió emplearla (p. 280).

Esta organización comenzó a erosionarse por las pretensiones nacionalistas, que priman lo simbólico sobre lo lógico:

Sucesivos líderes políticos húngaros y sus seguidores exigían medidas encaminadas a que una buena parte del ejército de la monarquía dual fuera húngaro, con regimientos conformados exclusivamente por húngaros, comandados por oficiales húngaroparlantes y presididos por el pabellón húngaro. Esta concepción daba al traste con la eficiencia y unidad del ejército (p. 286).

Todo intento de concordia o apaciguamiento, ayer como hoy, suele soliviantar más los ánimos nacionalistas:

En 1903, cuando Francisco José trató de calmar los ánimos mediante una declaración anodina sobre que sus fuerzas armadas favorecían el espíritu de unidad y armonía y trataban con respeto a todos los grupos étnicos, lo único que logró fue echar más leña al fuego de los nacionalistas húngaros de Budapest (pp. 286-287).

Sin embargo, al mismo tiempo que reclaman su diferencia, los nacionalistas húngaros ven con alarma cualquier intento nacionalista dentro de su comunidad imaginada (esto me recuerda a la célebre anécdota de Rahola negando a los nacionalistas araneses lo que ella le reclama a su vez):

En 1895, se convocó en Budapest un congreso de nacionalidades para exigir que Hungría se convirtiera en un estado multinacional. Los húngaros reaccionaron con alarma e indignación. Ni siquiera el relativamente liberal Tisza podía aceptar que hubiera dentro de Hungría otras naciones con aspiraciones nacionales legítimas (p. 287).

Al igual que hoy en España, entonces en el Imperio austrohúngaro,

la ola de nacionalismo dio lugar a interminables e insolubles enfrentamientos por las escuelas, los empleos y hasta por las señales de tránsito. Una pregunta del censo que pedía a las personas dejar constancia de su lengua materna se convirtió en un indicador de la fuerza de las nacionalidades, ya que los grupos nacionales publicaron anuncios en los que instaban a los censados a dar las respuestas "correctas" (p. 288).

Poco a poco, las diversas etnias, culturas o nacionalidades fueron enconándose en su furor nacionalista hasta que cuestiones de detalle del tipo descrito más arriba (y tan habituales en España) dieron lugar a incidentes más graves:

En 1895, el gobierno austriaco se derrumbó, porque los germanoparlantes se opusieron a admitir en paralelo clases de esloveno en la enseñanza secundaria. Dos años más tarde, el conflicto entre checos y alemanes por el empleo del idioma checo en asuntos de gobierno en Bohemia y Moravia condujo a la violencia callejera y a la caída de otro primer ministro. [...] Entretanto, había estaciones nuevas de ferrocarril que permanecían sin nombre porque no se lograba llegar a un acuerdo sobre el idioma a utilizar (p. 288).

Y más: "Un aire de irrealidad lo invadía todo -decía Henry Wickham Steed, periodista británico destinado en Viena-. La atención pública se centraba en asuntos superficiales: una riña en la ópera entre un cantante checo y otro alemán..." (pp. 288-289).

Como resultado, la política se volvió inoperante para cumplir su función principal: resolver los problemas de los ciudadanos.
Las diferencias nacionales no solo condujeron a la descomposición del comportamiento público, sino también a un estancamiento cada vez mayor de los parlamentos de la monarquía dual. Los partidos políticos, divididos como estaban por atender en esencia a su etnicidad y su idioma, se preocupaban fundamentalmente de fomentar los intereses de su propio grupo, o de bloquear los de los demás [...] [E]l obstruccionismo se convirtió en una práctica común (p. 289).

Finalmente, MacMillan habla de la burocracia que todo esto generaba, "ya que los partidos utilizaban los nombramientos para premiar a sus seguidores, con la consiguiente multiplicación del volumen y coste del sistema" (pp. 289-290).

Existe un libro de Sosa Wagner coescrito con su hijo, El estado fragmentado. Modelo austrohúngaro y brote de naciones en España (Madrid, Trotta, 2006), donde se abunda en este paralelismo. Yo, en realidad, no pretendo establecer ningún paralelismo entre la España actual y el final de Imperio austrohúngaro (estos paralelismos históricos, si bien pueden resultar iluminadores, también son peligrosos) ni extraer ninguna moraleja. Tan solo constatar con melancolía que el nacionalismo y sus estupideces, al margen de circunstancias históricas, no parecen remitir, antes al contrario, y que los seres humanos no escarmentamos.