La primera grata sorpresa de la Carmen de anoche fue que, aunque estaba anunciada como versión de concierto, lo cierto es que se representó: era la orquesta la que estaba en el escenario, pero los solistas y el coro se movieron entre ella escenificando plenamente la obra; incluso aprovecharon el primer piso del palacio o, en el último acto, irrumpieron desde atrás, desde el patio de butacas, interactuando con el público. Cierto que no había ni vestuario ni escenografía, pero no hacía falta.
Quizá es de las pocas veces en que, en una representación de ópera, la orquesta y el coro brillan por encima de los solistas. Aunque, tratándose del Coro Monteverdi y la Orquesta revolucionaria y Romántica, pero, sobre todo, del creador y director de ambas, Sir John Eliot Gardiner, la cosa no sorprende tanto: el espectáculo es él, su concepción de la música, su idea global de la obra que esté acomentiendo en ese momento. Esta Carmen es Gardiner como Madame Bovary era Flaubert.
Por tanto, nos encontramos con lo esperado, lo que en este caso quiere decir algo muy bueno: espectacularidad a raudales -marca de la casa de Gardiner, como me hizo notar muy inteligentemente mi amiga Begoña-, lo que en el caso de Carmen resulta de lo más apropiado, y novedades. La principal fue la adición de un número inédito (a saber de dónde lo ha sacado G.): tras el primero, la escena de los soldados con Micaela, cuando éstos vuelven a su quehacer, "mirar a la gente que pasa", en lugar de irrumpir el toque de trompeta del cambio de guardia, comentan un episodio de galanteo adúltero que sucede ante sus ojos.
Luego estaban los maravillosos detalles; por ejemplo: el preludio del tercer acto, que suele interpretarse de una forma muy lírica, aquí se hizo con un carácter mucho más "rústico" que de costumbre, sacando a las maderas timbres más como de instrumento popular, con los primeros solistas de cada cuerda ejecutando un extraño bordón que acentuaba un inusitado tono pastoril, evocando de repente aires de danza campesina francesa... Y así, pequeñas sorpresas a lo largo de toda la obra que conseguián desautomatizar una partitura tan oída.
Pero creo que si merece destacarse algo es la asombrosa actuación del coro Monteverdi: con la dificultad que supone actuar alrededor de una orquesta como grupo, inclusive peleándose o subiéndose unos encima de otros (literalmente), dispersándose para volverse a agrupar (cigarreras, soldados, vendedores), conservaban un empaste perfecto (¡parecían estar siempre juntos!), y eran capaces de las dinámicas más atrevidas, pianos súbitos, fortes poderosos, todo sin perder la musicalidad, ni la claridad en la línea melódica o la trabazón polifónica.
Otra velada memorable, de esas que colocan al Festival de Granada en el primer nivel, sin complejos. La voilà!, voilà la Carmencita!
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