Anoche estuve en el ensayo general del concierto que hoy dará Mariola Cantarero en el Festival, donde se enfrentará a alguna de las arias más famosas, lucidas y difíciles de la Historia de la ópera (si alguien está interesado, esta noche lo retransmite en directo Radio Clásica a partir de las 22;30). Si cualquier behind the scenes resulta siempre interesante, en este caso ha sido una experiencia verdaderamente fascinante por el contraste entre el glamour que se espera para esta noche -vestido largo y nervios- y el desenfado del ensayo de ayer; entre el lirismo de la música o el melodramatismo de las letras -escena de la locura incluida- y la actitud de la soprano, que actuaba como cualquier profesional que trabaja (ensaya) cuando nadie la ve (sólo que en este casi sí la veíamos). Mariola se presentó con un vestido tipo camisola, literalmente de playa, bajo lo que pudiera haber sido perfectamente un bañador, rodillas al aire: parecía recién llegada de Torrenueva, le faltaba el bolso con la revista de pasatiempos y el aftersun. Pero lo más divertido era la actitud y la gestualidad: en lugar de las manos en el pecho o en la frente, afectando deseseperación ante las traiciones o desamores de la trama, seguía el ritmo de la música con la cabeza, como si escuchara pop, o hacía gestos de indiferencia o acusando la rutina del enésimo ensayo, mientras comía chicle sin parar: se diferenciaba poco de una secretaria que atiende clientes tras el mostrador al tiempo que se lima las uñas. Todo ello, como digo, hacía un contraste interesante y divertido, que quizá rompa la ilusión del trabajo de los artistas, su "gracia" o su "inspiración", pero que también los humaniza como los profesionales que son, sujetos a la técnica y las repeticiones tediosas.
Salvo algún momento concreto (que yo creo que fue por deferenica hacia quienes estábamos allí de público, lo cual es de agradecer -y entonces estuvo soberbia), Mariola prefirió reservarse para esta noche y cantó casi siempre a media voz (y, con todo, qué elegancia en el fraseo y los agudos), lo que acentuaba la sensación extraña y de making off que teníamos los presentes; también de intrusos privilegiados.
Quién asista esta noche probablemente viva una velada memorable en la que el Palacio de Carlos V se vendrá abajo con los aplausos.
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