domingo, 16 de octubre de 2011

El árbol de la vida: un acto de fe

Para Calix, sin cuya insistencia no hubiera escrito esto

Tras haber estado pensando en El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011), creo que, como película sobre el Misterio, para apreciarla pide literalmente de un acto de fe: como en la experiencia religiosa, requiere de una creencia en ella a priori para disfrutarla. Uno tiene que decidir que le va a gustar para que le guste, como los discípulos de Jesús debían subir a su barca y creer para comenzar a entender y apreciar lo que les decía el Maestro. Imagino que esto es un defecto, porque una obra de arte debería tener suficientes elementos per se para poder apreciarla sin condiciones previas; por otra parte, creo que, al mismo tiempo, toda obra de arte que no sea abiertamente irónica, paródica, sobre todo si es ambiciosa, seria, y busca emocionar, requiere de un pequeño acto inicial de fe por parte del receptor. Si uno se acerca con cinismo —justamente, con mala fe—, resulta muy sencillo que hasta la más sublime creación seria sea susceptible de la parodia. Lo explica muy bien el agrio narrador de Maestros antiguos, de Thomas Bernard: “Lea a Kant con insistencia y con más insistencia aún y de pronto le dará un ataque de risa […] En el arte se puede ridiculizar todo” (las cursivas son del autor).

El problema de El árbol de la vida es que está al límite (si no lo sobrepasa) de la delgada línea roja que separa lo lírico y lo grandioso serio de lo kitsch. Uno puede sobrecogerse con su espectacular remontada al origen del mundo, que implica por parte del autor aceptar a portagayola el reto de la cita de Job con que comienza la película, respuesta del mismo Dios a Job al porqué del mal: “¿Dónde estabas al fundar yo la tierra, / Dímelo si tanto sabes, // entre la aclamación de los astros matutinos y los aplausos de todos los hijos de Dios?” (Job, 38, 4-7); porque solo desde esa perspectiva puede uno asumir el absurdo y aceptar los designios de un Dios que lo abarca todo, como ocurre en la película… O puede decidir que se trata de un conjunto de imágenes de archivo de National Geographic, o un power point de los que circulan por Internet. Por no hablar del desierto —la experiencia del desierto, tan religiosa— y posterior ¿paraíso?, que (con más dificultad) puede comprenderse, mientras suena el Lacrimosa de Zbigniew Preisner, como una epifanía del hijo mayor tras de su crisis; o bien como una ilustración en movimiento de los Testigos de Jehová si no, como dicen algunos maliciosos, como un anuncio de seguros…

Cartel tomado de VesCine
El árbol de la vida es una película moderna en el sentido de anterior a la posmodernidad: no solo no renuncia a la posibilidad de una obra de arte que pueda aprehenderlo, comprenderlo todo, sino que convierte esto en el asunto mismo de la obra, a la manera de Virginia Woolf o Walt Whitman (“creo que una brizna de hierba no es inferior a la jornada de los astros”). Malick intenta una narración total, con un narrador que se sitúa más allá de la omnisciencia, que trata de abarcar desde el big-bang al zigoto pasando por la intimidad de los personajes mediante la voz en off. Pero, paradójicamente, dicha totalidad se resuelve mediante el fragmento inconexo, lo discontinuo (otra característica moderna): no como un todo coherente y ligado, sino como reunión de fragmentos. El cartel de la película es una magnífica expresión gráfica de lo que pretende ésta: una yuxtaposición que quiere ser exhaustiva, que apunta a un sentido pero donde no se nos ofrece la ilación de la trama: como la vida misma. Una narración que, por tanto, funciona más como un poema o una partitura y, donde más que un hilo narrativo, hay que buscar la lógica discursiva (redundante, rítmica, simbólica), de un poema. El problema es que nuestra sensibilidad estética es posmoderna: se ha acostumbrado al fragmento que no busca el todo, al microrrelato, al videoclip; a la parodia, a la broma, a la ironía; al sinsentido sin mayores preocupaciones. Y a veces es casi inevitable no ver momentos de El árbol de la vida como una parodia de sí mismo: directamente como una parodia que hicieran los Simpson sobre El árbol de la vida. No sé si ésta a veces bordea efectivamente el ridículo, o si es que tenemos el gusto estragado de cinismo.

Si de la fe se dice que no se sabe si uno cree o si uno quisiera creer, yo no sé si El árbol de la vida me gusta, o si tan solo me gustaría que me gustara.

domingo, 2 de octubre de 2011

Amor al arte

Aun a riesgo de parecer que estoy haciendo la homilía del domingo, quiero decir que lo que más me impresionó de la representación de anoche de La voz humana en el Teatro Tamayo, con Verónica Plata en el papel protagonista, Héctor Eliel Márquez al piano, con dirección de Rafa Simón, es la realización misma del proyecto. En un mundo donde, ya casi de forma automática, lo primero que uno se pregunta es qué puede sacar de algo, qué va a reportar, quién nos lo paga, resulta instructivo y emocionante saber que todavía puede juntarse un puñado de personas para hacer algo por el gusto de hacerlo, porque es divertido, porque merece la pena: literalmente, por amor al arte. Por amor al arte ha habido incontables horas de ensayos, preparación, conversaciones; por amor al arte un puñado de personas han trabajado de asistente de sala, de responsable de los subtítulos, de iluminador, regidor... Sin cobrar nada, sin esperar por ello una promoción personal; tan sólo, repito, porque merecía la pena hacerlo, y que un público lo viera. Y con unos resultados a la altura de la dedicación, el entusiasmo y la profesionalidad de los participantes.

Esto no puede hacerse siempre, claro: de algo hay que vivir. Pero puede hacerse: alguna vez, en el tiempo libre, que es más del que solemos creer. Para mí ha sido una lección y me ha dado que pensar. Sobre la cultura en tiempos de crisis; sobre nuestro papel como espectadores y personas intersadas en el arte que siempre esperan que sea otro, por lo general una institución pública, quien haga el trabajo o ponga el dinero -ay, las célebres subvenciones a la cultura- para el espectáculo que queremos ver.