lunes, 24 de junio de 2013

Rubayat

Hoy he aprovechado mi último día de libertad (pero también de soledad) antes del curso para tomar un brunch en el centro: capuccino y huevos benedictine —que es un plato que siempre he querido probar—, acompañados de unas estupendas patatas fritas a tacos. Creo que si viviera permanentemente en EE.UU solo, mi esperanza de vida se acortaría notablemente. Durante el brunch, y antes en el metro, y luego en un Starbucks (creo que el éxito de estos locales en parte es la doctrina del más vale lo malo conocido que practica cualquier extranjero), me he dedicado a leer los Rubayat de Omar Jayyam (en la versión de Clara Janés y Ahmad Taherí). ¿Cuánto hacía que no leía un libro entero de una sentada? Los poemas son maravillosos, incluso a través de las veladuras (muy gruesas en este caso) de la traducción. Casi todos tratan sobre el carpe diem, cuya fuente clásica no queda claro si Jayyam conoció (aunque es posible que sí), pero, sobre todo, son una invitación continua a beber: el vino como fuente insuperable de gozo en una vida breve e incierta, de cuyo más allá nada se sabe. Por eso es especialmente emocionante el rubaí (131) donde Jayyam, que hasta ese momento ha puesto el vino sobre todas las cosas, incluida la piedad religiosa, dice:

Para alegrar mi corazón solía yo beber: 
junto a mi corazón estás y ya no bebo. 

También repite mucho una imagen muy poderosa: la tierra que pisamos, o el barro con el que se hacen las almenas o los cántaros están hechos con quienes nos dejaron, y pronto nosotros seremos también cántaro, almena o tierra para nuestros semejantes. Hay dos rubayat que me han gustado especialmente, el 54 y el 122:

Los que poseían la ciencia y la sabiduría,
suma de perfección, vela encendida de sus compañeros,
no pudieron hallar la salida de esta noche oscura,
contaron fábulas y se durmieron.

Esta rueda del firmamento donde estamos perplejos...
Sepamos que ejemplo de ella es la linterna mágica.
Una linterna mágica es el sol, y un farol el universo.
En él, nosotros, como figuras, estamos perplejos...

Como tenía mucha tarde por delante (es lo que pasa cuando haces un brunch) y hacía un calor tremendo (en la habitación de la residencia, en el piso 13 y sin aire acondicionado es impensable estar), también he aprovechado para leer los textos del sesión de mañana (la primera) del curso: uno de Herder sobre la idiosincrasia poética de cada pueblo (en su línea); otro que recoge todas las menciones de Goethe a la Weltliteratur en sus escritos; un poco más tarde, ya sentado en un banco del Boston Common (el parque más importante de la ciudad), otro más de Steiner, justamente sobre Goethe como traductor. Tengo que plantearme lo de comer temprano y no dormir siesta...

Hoy, al volver a ver el rascacielos más alto de Boston (de hecho, el más alto de Nueva Inglaterra), la Torre John Hancock, me ha impresionado mucho más que ayer, cuando lo vi por primera vez.

domingo, 23 de junio de 2013

Jet lag

El jet lag ha sido terrible. El día de mi llegada, conseguí aguantar despierto hasta las 11 de la noche; dormí profundamente hasta eso de las cinco y media; pero me quedé en la cama dormitando hasta las ocho y media. No sirvió de nada. Me levanté con un dolor de cabeza muy fuerte; pensé que después del desayuno remitiría, pero fue a peor; además, me sentía mareado y con ganas de vomitar. A veces pensaba en la hora de aquí, a veces en la de España y me daban náuseas. En fin, un desastre. Me vine en taxi a la residencia de la universidad de Boston —donde me alojo a pesar de que el curso es en Harvard— desde el bed & breakfast de Cambridge donde pasé la primera noche porque no me sentía con fuerzas para coger el metro. Desde que llegué a residencia, todo fue a mejor: el dolor de cabeza remitió; solo durante unas pocas horas más me sentí un poco mareado. Paseé, compré algunas cosas que necesitaba, y estuve leyendo (Kim, de Kipling). La habitación de la residencia es típica: mobiliario espartano y ajado, pero funcional, y con un escritorio, cosa que prefiero a una habitación mejor de hotel sin él. En la habitación hay un pequeño frigorífico (que espero que me deje dormir por la noche), y un microondas. Por lo pronto, parecería que soy el único habitante de la residencia, que es enorme. Solo he visto al guarda de seguridad, un negro fornido. Redrum. Pero bueno, el campo de juegos está frente a la entrada, y ahí sí se ven estudiantes haciendo deporte. Eso sí: mi habitación está en el piso 13 (aquí no son supersticiosos como en Iberia), y desde mi ventana, que da al suroeste, tengo una vista estupenda de parte del skyline de Boston y de una zona boscosa. La puesta de sol ha incendiado un rascacielos mientras por encima de él se veía ya, desdibujada, la luna.


Lo del incendio no es una exageración retórica.