domingo, 29 de agosto de 2010

París. Día primero: La Île de St. Louis y Notre-Dame

La primera mañana, no muy temprano —la noche anterior conseguimos llegar al piso de O a las dos y media de la mañana—, enfilamos el Bd. Beaumarchais hasta desembocar en la plaza de la Bastilla. Nada más poner un pie en la calle, comenzó a chispear. Durante toda la mañana alternaron claros en los que el sol pegaba fuerte con nublados repentinos y fríos. En uno de los claros, el genio de oro de lo alto de la columna de la Bastilla hizo un reverbero cegador. Ya tendríamos tiempo de aborrecerlo, a fuerza de verlo siempre a nuestra vuelta, agotados y con los pies palpitantes.

Desde la plaza, tomamos el Bd. De Enrique IV hasta la Île St. Louis y nos metimos por ella, por el Quai d’Anjou. Vimos la fachada del Hôtel Lauzun (en la placa, escrito con s), donde, si las fuentes de Edmund White son correctas, Baudelaire vivió mientras escribía Las flores del mal, y celebraba sus reuniones de comedores de opio (en forma de gelatina verdosa, con un médico amigo controlando las tomas) con Gautier, Balzac (que se ve que no consumía por miedo a perder su potencia creadora) y otros. Curiosos los canalones dorados adornados con peces característicos de la mitología acuática en el barroco. La isla es coqueta y limpia, luminosa, con sus casitas pequeñas y semejantes unas a otras. Parece un pueblecito. Tiene muchas tiendas y restaurantes con encanto, incluso aunque la mayoría parezcan para turistas.

Salimos de la Île St. Louis para entrar en la de la Cité por el puente que une ambas. Al llegar al ábside de Notre-Dame, apenas visible tras un frondoso parque enrejado, vimos que junto a él había un restaurante que se llamaba “Esmeralda” y comprendimos que habíamos entrado en el núcleo duro de la zona turística. Las tiendas de souvenirs corrían paralelas a la catedral. Aparte de la cantidad de gente en general, hacia la mitad de la calle, una larga cola también corría paralela a la catedral. Las nubes se abrieron y el sol comenzó a hacer la manga larga (necesaria hacía sólo un instante) incómoda y pegajosa. Desalentador. Ya estaba seguro de que marcharía de París sin ver la catedral por dentro. No obstante, al girar la esquina para encarar la fachada, vimos que la cola era sólo para subir a las torres. Esperanza (a pesar de que también hay una notable aglomeración informe de gente en la explanada). Me acerco para ver mejor las tres portadas de la fachada principal y, sin terminar de creérmelo, veo (comprendo) que va a suceder algo: desde dentro, por la nave central, tres monaguillos se acercan portando una cruz y dos ciriales: quizá una procesión dentro de la catedral; se oye, lejana, la música del órgano. Pero no, salen. Y detrás una comitiva de obispos. Entonces, veo en la plaza el coche fúnebre, semioculto por el gentío. En efecto, muy  pronto sale el féretro. Es lo que necesitaba la plaza para adquirir su color definitivo. La masa de turistas se estremece de placer y se agolpa como palomas ante un festín de migas alrededor del coche y los obispos, y sacan fotografías sin ningún pudor sin importarles la nutrida presencia del clero y algunas otras personas de luto —decorosas, serias, pero no desconsoladas—, mientras los portadores introducen el féretro en el coche . Un negro gordo, con gorra y pantalón corto se adelanta como si hubiera pagado entrada, se pega a la espalda de un obispo y comienza a sacar fotos, la cámara sujeta con una sola mano, asomándola por encima de la mitra. Yo aprovecho la impunidad de la masa para acercarme, pero no saco fotos. El muerto debía de ser alguien muy importante: como he dicho en la comitiva hay varios obispos y más gente del clero que también ha procesionado. Entonces, una señora que ha debido de percibir mi desconcierto, me tiende una estampa: Monseñor no-sé-quién; ahora se explica.

El funeral ha dejado vacía la catedral. Eso ha sido una suerte. La gente se reagrupa ante la entrada para una nueva acometida. Nos sumamos a ellos y no tardamos en entrar. Aunque el interior conserva es movimiento umbrío de elevación propio del gótico primero, el ambiente es desalentador: la gente deambula por doquier, habla y hay continuos destellos de flashes. Los puestos de souvenirs ocupan las dos primeras capillas de las naves laterales por completo. Queda el consuelo de un atisbo, un escorzo gris, ojival, y del rosetón oriental, que ningún turista, por alto que sea, puede ocluir.

sábado, 28 de agosto de 2010

Lanjarón, agua y cultura

Acabo de volver del Balneario de Lanjarón, donde se ha celebrado el V Curso multidisciplinar sobre la cultura del agua, de cuya coordinación in situ me encargo. Este año, con el título de Bendita agua, ha tratado de las relaciones entre agua y religión (como siempre, el tema como pretexto, nunca como imposición limitadora). En esta ocasión, se ha sumado al curso Javier Maresca con una ponencia sobre la acústica del agua en la Alhambra. Así que hemos disfrutado de su compañía y de la de Begoña. También ha intervenido por primera vez el Fiscal General de Andalucía, Jesús García Calderón con una ponencia sobre los delitos del agua, quien ha escrito una entrada en su blog sobre el curso, no sólo muy de agradecer por los elogios, sino que constituye una estupenda crónica y cierre del curso.

domingo, 22 de agosto de 2010

París-Viena (0)

Se me olvida la vida si no escribo
Arcadi Espada


Escribo desde el salón de la casa de O, sobre un sólido escritorio antiguo, liso, sin ningún ornamento, que perteneció a su abuelo. El escritorio está puesto contra una pared. Ante mí hay colgados varios grabados: el más grande es italiano, un alzado del Teatro Reale de San Carlos, “adornato per la pubblica Festa de Ballo”. Hay otro alzado, del Cour du Chartreau del Louvre. Luego hay también colgadas dos figuras alegóricas, pequeñas, y tres dibujos a lápiz, también muy pequeños —están enmarcados juntos— de gran calidad; los firma L.M.

La casa de O refleja lo que es: un soltero culto que realiza vídeos de conciertos, ópera, y documentales de música —casi toda barroca— para el canal Mezzo y diversas casas discográficas. Es una casa antigua, algo destartalada, donde cruje el parqué sobre el desnivel del suelo, pero muy acogedora. También peculiar. Nada más entrar, a mano derecha, perpendicular a la puerta, hay un gran escritorio (otro), vetusto, con numerosos libros apilados —sobre Haendel, la época de la monarquía absoluta en Francia, un diccionario del francés del siglo XVII…— El resto de la habitación, que debería ser el recibidor, incluye una completísima discografía en CD de música culta y una notable videoteca en DVD donde impera la mezcla y el caos: el cine europeo de autor convive con los blockbusters de Hollywood junto todas las posibles transiciones. A la derecha hay un pequeño cuarto de invitados con un cama, un armario sin puertas y más DVD’s. A la izquierda, por un pasillo, se va al retrete (aislado en un cubículo propio) y al baño.

El recibidor se abre con una doble puerta sin hojas sobre un salón cuadrado. Recibe a los visitantes el retrato en tres cuartos de una joven dama del siglo XVIII que sostiene entre sus manos una partitura. El techo, enmarcado por una moldura de grecas como del segundo imperio, es bajo; a pesar de ello, un medallón rococó en relieve con un gancho en el centro invita a colocar una gran araña inverosímil. En su lugar, O ha colgado un llavero con una diminuta Torre Eiffel, un souvenir de turistas. Hay un curioso sofá hecho de piezas irregulares que encajan entre sí, está el escritorio de su abuelo, pero no hay mesa de comedor; tan sólo tres mesitas auxiliares vagamente art decó que se recogen de mayor a menor como una muñeca rusa. Al fondo, una puerta a la izquierda da a la cocina; otra, a la derecha, al dormitorio. Todo está repleto de objetos bonitos e inútiles, la mayoría antigüedades: óleos, litografías, caricaturas, cuelgan por doquier. Hay lámparas de toda clase, juguetes…; y libros, y revistas de arte y decoración, desperdigados, pero en orden.

La cama del dormitorio no tiene cabecero, pero sendos tapices antiguos, cada una en una pared de la habitación, tapan las dos ventanas. Junto a la cama, otra pequeña librería, completamente heterogénea: La comedia humana, las memorias de Saint Simon, Berlin Alexanderplatz, numerosos libros de ciencia-ficción (sobre todo de San Simmons), libros de historia sobre la vida en el siglo XVIII en Francia. Más cuadros y grabados. Aún hay otra estantería más, ésta con libros de gran formato, de arte: Los museos vaticanos, el París de Hausmann, el arte islámico en Europa… Y más lámparas (hay muchas lámparas por toda la casa, pero ninguna colgada del techo, salvo unos focos dirigibles en la cocina).

En el apartamento no hay televisión, pero sí un monitor gigante para ver DVD’s en el salón, enmarcado por la chimenea, sobre la que hay dos bustos imprecisos, como estudios a medio hacer. En el pasillo que une el baño con la cocina, hay colgados marcos vacíos, sin imágenes. En el dormitorio de invitados hay un busto de madera de Tintín y varias cubiertas de sus comics enmarcadas en la pared. En el frigorífico de la cocina hay una colección notable de imanes, heterogénea, aunque destacan los retratos: un perfil femenino de Ghirlandaio, una cabeza de Antínoo, Jacqueline Kennedy por Warhol…; pero también está La Torre de Babel de Brueghel o Los acuchilladores del parqué de Coubert (que bien podría pasarse por la casa para echar un jornal), o un paisaje de Australia con la característica señal de rombo amarillo que avisa de la presencia de canguros…

Sobre la mesa en la que escribo, entronizado sobre una cabeza de buey de bronce oxidada, hay un alien pérfido, majestuoso y kitsch. Hasta que no se ven las novelas de ciencia ficción del dormitorio, no se comprende. Esta va a ser nuestra casa durante cinco días y cinco noches.

martes, 3 de agosto de 2010

Vacaciones

Me voy de viaje. Primero a París y luego a Viena. Volveré el 17 de agosto. Hasta entonces, es poco probable -pero no imposible- que escriba nada aquí. Pasad un feliz mes de agosto.