La primera mañana, no muy temprano —la noche anterior conseguimos llegar al piso de O a las dos y media de la mañana—, enfilamos el Bd. Beaumarchais hasta desembocar en la plaza de la Bastilla. Nada más poner un pie en la calle, comenzó a chispear. Durante toda la mañana alternaron claros en los que el sol pegaba fuerte con nublados repentinos y fríos. En uno de los claros, el genio de oro de lo alto de la columna de la Bastilla hizo un reverbero cegador. Ya tendríamos tiempo de aborrecerlo, a fuerza de verlo siempre a nuestra vuelta, agotados y con los pies palpitantes.
Desde la plaza, tomamos el Bd. De Enrique IV hasta la Île St. Louis y nos metimos por ella, por el Quai d’Anjou. Vimos la fachada del Hôtel Lauzun (en la placa, escrito con s), donde, si las fuentes de Edmund White son correctas, Baudelaire vivió mientras escribía Las flores del mal, y celebraba sus reuniones de comedores de opio (en forma de gelatina verdosa, con un médico amigo controlando las tomas) con Gautier, Balzac (que se ve que no consumía por miedo a perder su potencia creadora) y otros. Curiosos los canalones dorados adornados con peces característicos de la mitología acuática en el barroco. La isla es coqueta y limpia, luminosa, con sus casitas pequeñas y semejantes unas a otras. Parece un pueblecito. Tiene muchas tiendas y restaurantes con encanto, incluso aunque la mayoría parezcan para turistas.
Salimos de la Île St. Louis para entrar en la de la Cité por el puente que une ambas. Al llegar al ábside de Notre-Dame, apenas visible tras un frondoso parque enrejado, vimos que junto a él había un restaurante que se llamaba “Esmeralda” y comprendimos que habíamos entrado en el núcleo duro de la zona turística. Las tiendas de souvenirs corrían paralelas a la catedral. Aparte de la cantidad de gente en general, hacia la mitad de la calle, una larga cola también corría paralela a la catedral. Las nubes se abrieron y el sol comenzó a hacer la manga larga (necesaria hacía sólo un instante) incómoda y pegajosa. Desalentador. Ya estaba seguro de que marcharía de París sin ver la catedral por dentro. No obstante, al girar la esquina para encarar la fachada, vimos que la cola era sólo para subir a las torres. Esperanza (a pesar de que también hay una notable aglomeración informe de gente en la explanada). Me acerco para ver mejor las tres portadas de la fachada principal y, sin terminar de creérmelo, veo (comprendo) que va a suceder algo: desde dentro, por la nave central, tres monaguillos se acercan portando una cruz y dos ciriales: quizá una procesión dentro de la catedral; se oye, lejana, la música del órgano. Pero no, salen. Y detrás una comitiva de obispos. Entonces, veo en la plaza el coche fúnebre, semioculto por el gentío. En efecto, muy pronto sale el féretro. Es lo que necesitaba la plaza para adquirir su color definitivo. La masa de turistas se estremece de placer y se agolpa como palomas ante un festín de migas alrededor del coche y los obispos, y sacan fotografías sin ningún pudor sin importarles la nutrida presencia del clero y algunas otras personas de luto —decorosas, serias, pero no desconsoladas—, mientras los portadores introducen el féretro en el coche . Un negro gordo, con gorra y pantalón corto se adelanta como si hubiera pagado entrada, se pega a la espalda de un obispo y comienza a sacar fotos, la cámara sujeta con una sola mano, asomándola por encima de la mitra. Yo aprovecho la impunidad de la masa para acercarme, pero no saco fotos. El muerto debía de ser alguien muy importante: como he dicho en la comitiva hay varios obispos y más gente del clero que también ha procesionado. Entonces, una señora que ha debido de percibir mi desconcierto, me tiende una estampa: Monseñor no-sé-quién; ahora se explica.
El funeral ha dejado vacía la catedral. Eso ha sido una suerte. La gente se reagrupa ante la entrada para una nueva acometida. Nos sumamos a ellos y no tardamos en entrar. Aunque el interior conserva es movimiento umbrío de elevación propio del gótico primero, el ambiente es desalentador: la gente deambula por doquier, habla y hay continuos destellos de flashes. Los puestos de souvenirs ocupan las dos primeras capillas de las naves laterales por completo. Queda el consuelo de un atisbo, un escorzo gris, ojival, y del rosetón oriental, que ningún turista, por alto que sea, puede ocluir.
2 comentarios:
Y no creo que Rafa aguantara allí más de cinco días. No viene a ser su estilo, ¿no crees?
Pues lo cierto es que estuvimos ocho.
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