sábado, 9 de octubre de 2010

Salinger



Salinger es uno de esos escritores (otro buen ejemplo es Borges) que vuelve una y otra vez sobre los mismos temas y lo hace, además, de la misma forma. Esto, al menos, deja las cartas sobre la mesa para el lector: puede decidir tras una cata breve que no necesita leer sus obras completas (y lo más probable es que con cierta irritación), o bien se hace admirador de él una forma personal, esto es, esperando justamente las reiteraciones, consciente de los defectos, e incluso por —o al menos con— esos defectos. En mi caso, sin irritación, tengo que decir que con El guardián entre el centeno y los Nueve cuentos, ya he tenido bastante como para hacerme una idea. Pero puedo entender, aunque a mí no me interese mucho, por qué a tanta gente le gusta y es considerado un autor de culto.
Salinger siempre habla de lo mismo: de personas que tienen algún grado de excentricidad y por ello son capaces de percibir, desde un punto de vista enajenado y melancólico, la anormalidad que subyace bajo las convenciones y los usos sociales normales. Bien se trate de niños o adolescentes que aún conservan una mirada prístina, genuina, y que se resisten a entrar en el mundo adulto, al que los abocan sin remedio; bien se trate de adultos que, por algún tipo de trauma (en los nueve cuentos casi siempre es haber participado en la guerra) han quedado descompaginados y perplejos ante lo que antes era su mundo cotidiano. Desde el punto de vista formal, Salinger también utiliza siempre los mismos recursos (y hay que decir que los utiliza muy bien): o nos encontramos con narraciones en primera persona, donde quien narra es el personaje excéntrico, y de ese modo nos aporta su peculiar punto de vista sobre el mundo, casi siempre mediante un lenguaje coloquial y un tono sarcástico que en el fondo desvela un profundo desvalimiento; o hay un narrador omnisciente que, a la manera de Hemingway, se limita a narrar acciones o a describir detalles externos, materiales, objetivos, y a reproducir diálogos, de forma que es el lector quien debe decidir qué está sucediendo tras ese acopio de hechos, casi siempre triviales (que un personaje añora la vida que pudo tener si hubiera tomado otras decisiones, o que se está enamorando, etcétera.) Esta es, quizá, la gran virtud de Salinger como escritor, y un recurso que, en estos tiempos en los que los escritores tienden a dar demasiadas explicaciones, habría que estudiar e imitar. Cómo el lector puede comprender qué está sucediendo y cómo son los personajes en relatos como "Un día perfecto para el pez plátano" o "Linda boquita y verdes mis ojos" a través de las conversaciones entre éstos y los gestos triviales, sin asomo de simbolismo fácil, que realizan mientras hablan (casi siempre por teléfono, además) es de una maestría envidiable.

Imagino que lo que les gusta a los fans de Salinger es identificarse con el punto de rebeldía original y tierna de los protagonistas. Saberse diferente en un mundo adocenado. Eso, claro está, es lo que no me gusta a mí. Es posible que en los tiempos de la publicación, la actitud de los personajes fuera genuinamente rebelde y original. Luego (también como sucede con Borges), han salido tantos imitadores y admiradores de estos rasgos, que uno que, inevitablemente, ha leído a veces antes a los discípulos degradados que al maestro, ya no puede, ay, evitar poner a éste también bajo sospecha de cierta cursilería.

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