Tras la siesta de casi dos horas, estábamos preparados para salir otra vez. Volvimos hacia el centro por el mismo camino que por la mañana: Bd. Beaumarchais, Bastilla, Bd. Henri IV hasta llegar a la Île St. Louis. Pero esta vez, en lugar de entrar en la Isla, seguimos por el pont du Sully, en cuyo centro hay una enorme imagen, de apariencia fascista, envuelta en su propio, rígido ropaje como de una virgen (más adelante supimos a quién representaba y quién la había hecho). Nos asomamos un momento al patio del Centro de Estudios árabes para ver la bonita fachada, que aúna estética orientalista y alta tecnología: imita un artesonado árabe, o una celosía, pero en realidad son placas cuyas aberturas circulares se abren y se cierran por un sistema de células fotoeléctricas en función de la luz. Todo parece indicar que no funcionan, quizá por fidelidad de la tecnología al modelo estético.
Por la ribera izquierda del Sena, pronto vimos el lateral de Notre-Dame que da al norte. La vista, entre la arboleda del muelle, era verdaderamente preciosa bajo un cielo encapotado. Para cuando llegamos al Pont au Change comenzó a llover con fuerza. A mí no me gusta que me llueva, y sólo llevaba un minúsculo paraguas de bolsillo, pero lo cierto es que me alegré. Las calles se habían quedado casi sin gente. Volvimos la vista para ver la fachada principal de Notre-Dame y tuvimos nuestra estampa: la plaza desierta y la catedral tras una lánguida cortina de agua: por supuesto, la naturaleza imita al arte.
Seguimos disfrutando del paseo por el centro casi desierto de París bajo la lluvia. Llegamos al pont Neuf. Lo cruzamos empapándonos de las vistas a uno y otro lado. A poniente el cielo encapotado se desgarraba y dejaba pasar una luz algo violenta de bronce, preciosa, justo para recortar la punta de la torre Eiffel a lo lejos. Entramos en la isla por su ribera norte. En la esquina de la Coniergerie, palacio de justicia, vimos una inscripción en latín en un reloj: El tiempo huye, la justicia permanece. Pasamos ante la fachada oeste del edificio, enorme, imponente, al estilo de París, con sus gigantes columnas clásicas estriadas. Después desembocamos en la plaza Dauphine: íntima, coqueta, las casas iguales, con el ladrillo visto rojo por entre los numerosos vanos; apenas si se distinguían de las diferentes, más modernas, bajo el cielo encapotado y la falta de luz. El piso era de tierra. Había un restaurante muy concurrido, con todas las mesas de fuera ocupadas a pesar del tiempo, junto a otro vacío.
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