Todo el piso de arriba estaba ocupado por libros antiguos. Cogí uno al azar: era una miscelánea de ensayos de Hazlitt. Aparte de un par de personas curioseando como yo, en la habitación del piano había una chica sentada en el camastro que no tenía almohada; en la habitación de la ventana había otro señor de unos cuarenta años, sentado en un sofá de cuero negro empotrado en la pared. Ambos, chica y señor escribían en sus respectivos Moleskines. No pude evitar una cierta sensación de vergüenza ajena. Es el problema de este tipo de lugares. Como cuando estás cerca de un escritor admirado, por ejemplo en una firma de libros. Tú lo has leído, conoces literariamente a ese autor y te sientes con derecho (querrías) establecer una relación con él de tipo personal (que fuera un amigo, vaya). Entonces ves en la cola de firmas a otras personas como tú y comprendes que ellas se sienten con el mismo derecho (y en realidad lo tendrían); y para colmo todos somos para el autor lectores iguales e indistintos que le dicen más o menos las mismas cosas mientras le decimos nuestro nombre, que no conoce, para que lo incluya en una dedicatoria impersonal. Con los sitios importantes ocurre lo mismo. Voy a un lugar y, porque sé (poco), querría ser diferente, querría entablar una relación personal y única con el lugar en cuestión, hasta que me encuentro con otra gente que está allí y que también sabe. Uno querría ser diferente, pero todos quieren serlo. La única salida digna que se me ocurre es merodear por el lugar tratando de pasar lo más desapercibido posible, aprehendiendo alguna que otra percepción o sensación —y asumiendo que la mayor parte de ellas serán, probablemente, autoinducidas— de la forma más privada posible. Lo contrario, lo que hacía esa gente ahí, gente incluso ya de cierta edad, remedando a grandes escritores que escribían o leían ahí por simple falta de medios y que si hubieran dispuesto de la habitación de un hotel o de un apartamento razonable no lo hubieran hecho, me parece de una increíble, pretenciosa ingenuidad. No obstante, luego pensé que quizá realmente esas personas se sentían parte de una tradición y que a lo mejor realmente estar allí les inspiraba y les ayudaba a trabajar. Por qué no. Quizá si yo tuviera que vivir un tiempo en París, por ejemplo en una estancia, quizá no iría allí a escribir, pero sí a leer. Desde la habitación con la ventana a la fachada, oí el piano. Una canción neutra, facilona. Acudí a ver quién tocaba. Era el muchacho alto que había estado leyendo abajo las cartas de amor de Dylan Thomas.
Salimos de la librería. Era de noche. En ese momento me di cuenta de que la Shakespeare and Co estaba abierta hasta horas intempestivas. Me sentía muy contento, con una emoción razonablemente genuina. La librería sin duda conservaba una cierta aura, lo que quizá no es difícil en un lugar donde hay estanterías repletas de libros. Quizá también por la hora, o porque se notaba que la gente que la ocupaba eran lectores. Rafael me comentó que era el sitio más gafapastoso que había estado, y no pude por menos que darle la razón. Enfilamos de vuelta al piso cruzando el río, por la rue de Rivoli, hasta entrar en el Marais. Todavía estuvimos a tiempo de pasar por la Place des Vosgues que, a oscuras, sólo revelaba sus edificios regios e iguales rodeando a una masa negra y uniforme de bosque rodeada por una reja de agujas de oro.
2 comentarios:
"Tú lo has leído, conoces literariamente a ese autor y te sientes con derecho (querrías) establecer una relación con él de tipo personal (que fuera un amigo, vaya)..."
Esa reflexión (no sólo esa frase) me parece muy cierta y muy certeramente expresada.
Sí que os cundió el día primero.
Vaya. Muchas gracias.
En realidad nos cundió lo normal en unos turistas dispuestos a verlo todo. Troceado en fragmentos aptos para blog parece más :)
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