Cualquier aficionado a la música sabe que Ravel posiblemente sea el mejor orquestador de la historia de la música. Su capacidad para generar colorido y timbres insólitos y crear atmósferas musicales es asombrosa. Ahí queda, por ejemplo, esa combinación sorprendente de trompeta, piccolo y celesta en una de las repeticiones de la melodía principal del Bolero...
Ayer, la OCG interpretó magníficamente, dirigida por Salvador Mas, una de sus obras más bonitas: Le tombeau de Couperin. Con la excusa de un homenaje a la música francesa del XVIII -por la brevedad, el encanto y el equilibrio-, Ravel consigue una música evocadora, de una naturaleza trascendida con toques de paganismo (uno quiere ver a las criaturas mágicas pululando por un bosque ideal). Asistir a la interpretación una obra de Ravel es toda una experiencia porque puedes apreciar la sutileza de las combinaciones de instrumentos, y ver de forma literal los efectos sonoros que se van produciendo y que, en una grabación, se perciben más o menos pero que no siempre se sabe de dónde provienen.
Por ejemplo ayer, en el Minueto, durante el trío -que podría evocar una suerte de rara marcha o procesión pagana, tan al gusto de los impresionistas-, había de fondo un sonido inquietante que contribuía a la atmósfera enrarecida. Al principio no identificaba de dónde provenía, hasta que me di cuenta, para mi asombro: eran los contrabajos realizando, pianissimo y en notas agudas, armónicos -presionando apenas la cuerda con el dedo, en lugar de apretar. Maravilloso. Qué ocurrencia. Nunca lo había apreciado al oírlo en disco.
El concierto, por cierto, se completó con el Requiem de Fauré. Mas lo llevó con un tempo muy lento, que contribuía a reforzar la trascendencia, en este caso plenamente cristiana, de la obra. Había tensión y cierto sobrecogimiento en los intérpretes, sin renunciar a la dulzura; a la soprano solista se le escapó una lágrima tras el Agnus Dei... Fue uno de esos conciertos que emocionan al escucharse y que quedan para el recuerdo.
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