Volvimos a cruzar a la orilla izquierda del Sena y desandamos el camino. A la altura de Notre Dame, a mano derecha, al otro lado de la calle, entreví una librería. Cuando busqué cómo se llamaba no podía creerlo: ¡Era la Shakespeare and Co! Yo creía que estaba en St-German-des-Prés, justo una calle más abajo, no en la ribera del Sena. Pero cuando nos acercamos, no había duda: era la librería de Sylvia Beach, la de Joyce, Hemingway… Entramos. En efecto, era una librería inglesa (todos los libros que alcanzaba a ver estaban en inglés), vieja, con olor a libro viejo, destartalada, irregular, estrecha (había que ceder el paso a los otros ocupantes al cruzarse con ellos), atestada de libros: perfecta. En los rincones libres y alrededor de los dos mostradores, tenía fotos de sus viejas glorias. En una vitrina sobre el mostrador central (en ángulo frente a la puerta, como la quilla de un barco) había algunos ejemplares antiguos de Hemingway, Stein o Joyce. Otra cosa curiosa en que no había reparado hasta entonces: era ya tarde y, sin embargo, la librería estaba abierta y había gente deambulando por ella.
La recorrí mirando aquí y allá, reconociendo algún título suelto (me pareció que había muchas obras de Martin Amis) pero sin poder fijar la atención. Al fondo, tras una cortina ajada, descorrida, en un pequeño ensanche, un muchacho alto estaba desparramado sobre un sillón, leyendo (no hojeando como quien duda si comprar o no) las cartas de amor de Dylan Thomas. Pasado este descansillo se giraba la izquierda y, tras otro breve pasillo, podía girarse a la derecha (la librería es una estrechísima irregular U), o bien subir por unas escaleras. Subí. Por toda la pared de la escalera estaban dibujados de forma tosca y naif, enmarcados en óvalos, los principales autores en lengua inglesa vinculados de un modo u otro con la librería, o más bien con París a principios del siglo veinte: Edith Warthon, Hemingway, Joyce, Gertrude Stein, Djuna Barnes, Henry Miller…; también estaban Scott Fitzgerald y la generación beat; lo cierto es que me gustó verlos allí. En la segunda planta, más estanterías por todas partes. Aquí los libros que había parecían claramente ser libros viejos. La escalera desembocaba en una sala con una ventana al fondo: la de la fachada del primer piso. Antes de entrar en ella, a mano izquierda, había un diminuto cubículo de paneles —no se podía entrar de pie—, ornado con una ristra de luces, como las de los árboles de Navidad, en cuyo interior había un asiento y una vieja máquina de escribir. Un cartel invitaba los visitantes a escribir en ella si lo deseaban. A mano derecha, justo antes del cubículo de la máquina de escribir, en recodo, se abría otra habitación. En dos de las paredes, encajonados entre estanterías, se escondía sendos camastros, no muy limpios, uno de ellos con su almohada, como listo para acostarse. Entonces recordé que Terenci Moix cuenta en sus memorias que se podía pasar la noche en la Shakespeare and Co (no recuerdo si había algún tipo de requisito para ello, vinculado con la literatura) y que él mismo pernoctó allí un tiempo, cuando se fue a París en plan bohemio. Supuse que la cama sería algún vestigio de aquella tradición. En la sala también había un piano de pared, empotrado entre estanterías, haciendo esquina con el camastro. También había un cartel que invitaba a tocarlo.
2 comentarios:
Lo de la máquina de escribir ya lo hacíamos Rafa, Jose Ángel y yo cuando vivíamos juntos. Ese sí que fue el comienzo de las redes sociales.
Absolutamente. Yo he visto alguna de las páginas originales que escribisteis, y que Rafa conserva aún.
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