A la salida de la Conciergerie, buscando un sitio donde comer, pasamos por la Tour St-Jacques, lo que queda de la iglesia de St-Jacques-de-la-Boucherie (sí,
Santiago de los Carniceros), antiguo paso de los Peregrinos hacia Compostela, destruida durante la Revolución Francesa. Hoy, la torre, sustentada por una base con balaustrada, es una suerte de monstruoso monumento en el centro de un pequeño parque. Como era ya muy tarde (cerca de las cuatro), y los restaurantes empezaban a no servir comidas, acabamos en un Kebab. Los empleados, o dueños, me resultaron simpáticos de modo irracional. Curiosamente, sólo uno era árabe, dicharachero y expansivo. Otro tenía barba y una cojera espantosa que le hacía mover toda la cadera, y ojos de tipo duro pero con buen corazón, como un protagonista de una novela de Pérez-Reverte o un eneno de Tolkien. El otro, parecido a Rupert Everett, tenía aspecto de gay jovial con un trasfondo de melancolía; ninguno parecía casar con el resto. Tres estereotipos proyectados por mi indolencia.
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Gente miranto los espectáculos callejeros a la puerta del Pompidou |
Después de comer, andado de vuelta a casa de forma intuitiva, sin mirar el plano, nos topamos con el Pompidou: ultra(pos)moderno y reconocible en su su sofoco de tuberías (las fotos); en algunas intersecciones la estructura está recubierta de modo chapucero por tablones, como casitas de árboles. Al principio no podíamos determinar si eran zonas en reparación o parte del chiste. Luego vimos más en la otra cara del edificio y la lectura estructural nos sacó de dudas. En la explanada frente al edificio había espectáculos callejeros: mimos y creo recordar que también un cantante.
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Fuente de Stravinski. En fachada del Pompidou pueden apreciarse las casitas de madera como hechas por Homer Simpson |
Del Pompidou desembocamos en la Fuente de Stravinski. No sé muy bien cómo una cosa tan fea me pudo gustar tanto; quizá porque es fea
aposta. Mecanicista y blanda a un tiempo, colorista y oxidada, Dadá pero, sobre todo, móvil y refrescante. Fue agradable quedarse allí un rato, entre la gente. Después entramos en una iglesia gótica que había justo enfrente, abierta, literalmente, de par en par, y que resultó llamarse St. Merry. Como casi todas, estaba trufada de elementos decimonónicos. Tenía sillas mirando hacia el altar (aquí las iglesias no tienen bancos, sino sillas de anea en formación), pero otras se ordenaban en torno a un escenario en la nave central cerca de la entrada. En una nave lateral, iluminada por luz natural, había varios cuadros coemporáneos de rostros, a la manera de Bacon, de no mala factura. No sé yo si se dicen muchas misas aquí, pero la vela del Sagrario estaba encendida.
Encontramos el piso de O. finalmente, permitiéndonos el lujo de hacer un poquito el
flâneur por
Le Marais, el exclusivo barrio de O.: vimos algún Hôtel al sesgo, una sinagoga art decó, judíos jóvenes con barba y kipá, y un parquecito secreto que delimitaba con una pared de la que pendía un tímpano sobreornamentado sin puerta.
Estábamos muy cansados cuando llegamos al piso. Dormimos una siesta de dos horas.
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