lunes, 18 de abril de 2011

Semana cultural antes de la Santa (y III)

El jueves 14, presentación del primer tomo de la Poesía completa de Javier Egea (Bartleby Editores) en la librería Nueva Gala. El (casi) todo Granada de del mundillo literario presente; los ausencias, igual de significativas. Morbo, expectación. La cosa no defraudó. El testaferro de la viuda, participante en la edición, enumeró, con voluntad de aclarar malentendidos y tergiversaciones, la sucesión de hechos en torno a los litigios por el legado del poeta tras su muerte y el intento de soslayar la publicación de su obra y poner bajo sospecha las actuaciones de la viuda. Desconozco la veracidad de sus afirmaciones, pero lo que decía sonaba contundente, y aludió varias veces a diversos juicios ganados. Hacía tiempo que en la presentación de un libro no se aludía de un modo tan crudo y claro a las relaciones entre lo escrito y lo real, en lugar de las habituales vaguedades y generalidades que no comprometen a nada. Después, sin poder quedarnos hasta el final (había varias botellas de tinto sobre una mesa con mantel, y otras de blanco enfriándose), Antonio Carvajal, Pepe Cabrera y yo nos subimos al Carmen de Rodríguez Acosta, a la inauguración de la exposición de retratos del fotógrafo Francisco Fernández. Decir que había lo de siempre, en este caso no es un demérito: pulcritud, composición, oficio y penetración psicológica en unos retratos impecables. Lo bueno de la exposición era que podías cotejar los retratos con los retratados, porque casi todos estaban allí.

El viernes 15, concierto de la OCG. Un programa breve (menos de una hora), pero exigente, compuesto por piezas para cuerda, densas y sombrías. El adagio y fuga de Mozart K 546 es una extraña meditación de su autor sobre Bach que hace que haya que rendirse a los tópicos sobre lo inabarcable de su genio. La obra casaba muy bien con la siguiente, las Tres piezas líricas de Berg, por lo que tiene de cotejo entre las dos escuelas de Viena y por subrayar sus evidentes lazos de continuidad. Por último, la Segunda sinfonía de Honegger , tan angustiosa y opresiva, liberada por fin en un final brillante con trompeta ad libitum añadida. La orquesta estuvo sensacional, matizada y finísima bajo la dirección de Arturo Tamayo.

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