El otro día vi por fin Slumdog Millionaire. Hacía unos días que en clase había terminado de explicar tanto el concepto de midcult como la teoría poscolonial. Una pena: de haber visto antes la película, se la habría indicado a mis alumnos como ejemplo de lo primero, y hubiéramos podido realizar un análisis de ésta en términos de lo segundo.
Según Dwight MacDonald, una obra de arte es midcult (peyorativamente, "de cultura media") cuando toma prestados al "arte elevado"-sobre todo a la vanguardia pero no sólo- elementos que ya han sido asimilados para crear un producto destinado a las masas pero con un tono de "calidad". Surge así una obra en apariencia original y transgresora, pero en realidad pefectamente domesticada y consumible por el gran público, que no sólo no rompe sus expectativas -como sí hace el arte verdadero- sino que las refuerza, y, aparte del placer que le produce la obra en sí (que lo tiene todo para gustar), el espectador medio obtiene el placer añadido de verse a sí mismo consumiendo una obra "rompedora", "independiente", etc. Que todo cambie para que todo siga igual, como dijo el clásico; el producto de siempre con un maquillaje de modernidad. Pues bien, esto es Slumdog Millionaire.
S. M. tiene un cominenzo in media res, una factura visual fragmentada, con destellos de imágenes y montajes paralelos, sobre todo al principio, sin haber dado información suficiente al espectador, una estructura en forma de flashbacks, y escenas oníricas, deformadas, planos inclinados... (por cierto, todo ello impecablemente realizado, las cosas como son). Todo reconocible como "alternativo", pero nada que pueda sorprender verdaderamente al espectador medio. También tiene sus gotitas de cine social y de denuncia, pero sin que tampoco lleguen a incomodar, y su posible crudeza va debidamente diluida en la necesaria ternura, emoción, compasión y, sobre todo, la idea implícita de que con la debida voluntad y limpieza de corazón, es posible salir de ahí.
Ahora bien, tras este maquillaje moderno (ma non troppo) se oculta una red de clichés dispuesta a desmentirlo y a darle al público lo que quiere: una historia de un amor más fuerte que todas las dificultades (amor vincit omnia) que comienza además desde la infancia. El hermano amigo-rival, alter ego, en perpetua lucha contra su tendencia al mal y que acaba por redimirse (¿habrá visto Raza, Danny Boyle?). La princesa que tiene que ser rescatada. El soberbio (el presentador) que humilla al protagonista humilde quien, conforme aprende y adquiere aplomo acaba por humillar al soberbio (y cómo disfrutamos con ello). Te espararé en la estación a las cinco (ay, Ilsa, siempre nos quedará Bombay). Etcétera. O sea: los mimbres del melodrama de toda la vida.
La pirotectnia visual no puede ocultar la férrea estructura de guión clásico de Hoollywood: el diseminar detalles aparentemente irrelevantes para luego, al final, recogerlos: Rafael, que es siempre muy listo para esas cosas, supo desde el principio cuál sería la última pregunta del concurso. La advertencia del hermano redimido a la princesa: "por el amor de Dios [ah, el énfasis], no te separes del teléfono" (un estilema puro del cuento de hadas); el plano detalle del móvil dejado en el asiento. Y el público, siempre tan perspicaz: fue aparecer dicho plano, y exclamar una mujer, al fondo de la sala: "ay, que se lo va a dejar". Y luego, cuando el protagonista escoge el comodín de la llamada: "ay, que la va a llamar a ella". A la señora no se le escapaba una, menos mal que estaba allí para aclarárnoslo al resto: era sin duda la receptora modelo de la película.
¿Cómo una película "independiente" ha podido triunfar en los óscar estando Benjamin Button, quintaesencia del cine de la academia americana?, preguntan asombradas algunas almas de cántaro. Porque SM es una película de una completa ortodoxia hollywodiense con un lavado de cara. Que todo cambie para que todo siga igual.
En conclusión: la obra está muy bien llevada: técnica y artísticamente es impecable, está claro que el director es un profesional de la cosa, y se deja ver. Pero está concebida tan descaradamente para gustar, en el peor sentido del término, para llevárselo calentito en la taquilla y en la crítica más impresionable y acomodaticia, que resulta decepcionante.
2 comentarios:
A mí sí me gustó. De vez en cuando sienta bien que te cuenten un cuento amable y con final feliz.
Otra cosa es la promoción que han hecho y las espectativas que han creado, que sí son criticables y no corresponden a la película. De eso no tiene culpa.
¡Que me gusta que me comentes! :)
Tienes razón en que la promoción no depende de la película pero, más allá de esto, creo que a un director como Danny Boyle hay que exigirle más.
Quizá yo soy muy puntilloso, pero creo que un cuento amable y con final feliz en estos tiempos tiene que tener o más ironía o más inocencia, y a esta película le faltan ambas cosas.
Pero a todo esto, la película tiene una factura magnífica, creo que eso es indiscutible.
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