Es posible que sea cierto que hay novelas que son para leer en una determinada edad. No como principio general, sino adaptado a la idiosincrasia de cada uno. ¡Cómo me hubiera gustado Oliver Twist con trece o quince años! Cómo hubiera disfrutado cuando Oliver, tras tanta penuria, acaba por encontrar un ámbito de pura dicha con las Maylie. Cómo me hubiera identificado con delectación morbosa en la absoluta determinación de Oliver, casi abyecta, de complacer a sus bienhechoras en todo momento. Cómo hubiera querido pertenecer a la pequeña comunidad, casi falansterio de clase alta, que se crea en torno al huérfano. Cómo hubiera deseado, en definitiva, que la felicidad no acabara nunca, que la novela se estancara cuando Oliver ya no tiene que preocuparse por nada más y pasa a ser un personaje pasivo... (no sé si es un gusto peculiar, pero de pequeño me encantaba leer pasajes felices, y los cambios de fortuna me producían pereza: creo que podría haber leído una novela sobre nada salvo acontecimientos favorables para los protagonistas; por eso me gustó tanto El pequeño Lord de Frances Hodgson Burnett. No está mal como materia de reflexión psicoanalítica).
Leída hoy, puedo entender cómo, a pesar de ser uno de los títulos más famosos de Dickens, si no el que más, no suela figurar en las listas canónicas de sus mejores obras (a diferencia de, por ejemplo, David Copperfield o Grandes esperanzas). La trama -engordada artificialmente, porque en resumen es mínima- resulta melodramática en el peor sentido del término, disparatada y completamente inverosímil. La crítica social es tan ñoña y grosera que parece que busque más contentar conciencias hipócritas -nadie puede estar de acuerdo con la extremosa crueldad de las autoridades del hospicio- que realizar una verdadera denuncia. El estilo de Dickens, dichararchero, jovial y algo campanudo -no me extraña que le gustara tanto a Galdós-, a veces es ameno y a veces cansino (por cierto, otra cosa que hubiera disfrutado en mi infancia: de ese estilo -tan "literario"- y del continuo salto por parte del narrador omnisciente de un personaje a otro, indicándolo además: "dejamos ahora al judío para ver qué estaba haciendo en ese momento Nancy..."). Y el uso continuo que hace de la ironía en su forma retórica más ortodoxa, esto es, diciendo lo contrario de lo que se pretende, sobre todo al principio de la novela, se hace directamente cargante.
Con todo, algo hay de verdad en el incendio de teatro de Oliver Twist: apetece seguir leyendo para ver en qué queda la cosa, aun cuando se vea venir (prerrogativa del melodrama, supongo). Y uno, como en la infancia, se sorprende emocionado en algunos pasajes, como el encuentro entre Nancy y Rose, o implicado de veras durante la escena vívida, magistralmente narrada, puesta ante los ojos, del acoso final a Sikes. Y lo cierto es que se cierra el libro con la impresión de haber estado dentro de un mundo, es decir, de una novela.
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